Yo estuve allí. Yo estuve en Hiroshima. Yo supe lo que iba a pasar. Aunque, desde luego, no pude hacer nada para evitarlo. Yo estaba allí, y, a la vez, no estaba.
No preguntes cómo fue posible, porque no puedo decirte más.
He conocido los abismos del universo todo.
Ninguno tan vertiginoso, tan atrapante como el horror.
El horror de Hiroshima.Hiroshima, el primer nombre del horror atómico.
Hiroshima en agosto de 1945, es una ciudad construida sobre un delta. Siete ríos la cruzan. Colinas bajas hasta el este.
Tiene 250.000 habitantes. Típico puerto japonés, muy laborioso, con casi toda la gente viviendo en un área reducida, unos 8 kilómetros cuadrados.
Hiroshima, en agosto de 1945, son unas de las pocas ciudades que han respetado el B-San (el señor b, en japonés; así llama la gente con árido humor, a los B-29, las superfortalezas que, día a día, arrojan toneladas de bombas sobre las islas).Pero se descuenta que la suerte de Hiroshima no ha de durar. Por eso, el alcalde ha ordenado que franjas de casas sean demolidas, para que el fuego de los incendios no pueda propagarse. Es seguro que habrá incendios cuando vengan B-San. Porque las casas son de madera, con techos de tejas.
También ordenó el alcalde que cada casa tenga delante un tanque de cemento lleno de agua, para combatir el fuego.
Ya ha quedado establecido: Hiroshima será la capital del imperio si Tokio debe ser evacuado. Los soldados cavan refugios, para resistir hasta lo último. Son soldados de la 5ª división, la llamada ‘Invencible de Singapur’. Cinco mil de ellos están acuartelados en el secular castillo de Chogoku, en el centro de la ciudad.
Hiroshima, en agosto de 1945, sabe que está en guerra, y hace tiempo espera lo peor.
¿Por qué B-San nos respetó hasta ahora?, se pregunta la gente. Y se contentan: Porque nos reservan algo especial. Aunque Hiroshima, en agosto de 1945, está cansado de oír rugir los motores de B-San, de oír la alarma antiaérea. Porque las escuadrillas de B-san suelen concentrarse todos los días casi encima de la bahía. Pero B-San no ataca nunca Hiroshima, siempre la elude; sigue hasta Tokio, hacia Yokohama, hacia cualquier otro objetivo. Pero nunca visita Hiroshima, aunque está allí, en el fondo de la bahía.
Hiroshima, el 6 de agosto de 1945, a las 7:15 de la mañana, oye, una vez más, la alarma antiaérea. Pero tampoco ahora es la rápida serie de señales que anunciaban un ataque inminente. Es sólo un largo toque de sirena, que -todos lo saben- representa una simple advertencia.
Una simple advertencia como tantas; el radar ha captado aviones en la bahía; las estaciones cumplen su deber anunciando que Hiroshima puede ser bombardeada.
A la 8, se sabe que tampoco esta vez B-San piensa hacer algo contra la ciudad. Sólo tres aviones vienen volando muy alto: una misión de reconocimiento, seguro…
Tan poca importancia se da a aquellos 3 aviones, que en toda Hiroshima se oye ahora la señal de que el peligro ha pasado…
Los 3 aviones se abren al volar sobre Hiroshima. Uno de ellos, el del medio, va directamente hacia el centro de la ciudad.
Es el ENOLA GAY.
Y pasará sobre el castillo de Chogoku.
Hiroshima, 6 de Agosto de 1945, ocho horas quince minutos…
Miles de ojos miran hacia B-San.
Soldados de las baterías antiaéreas, que retienen el fuego porque saben que a semejante altura los disparos serian inútiles. Chicos en algunas escuelas, contentos de tener algo para mirar en lugar del siempre aburrido pizarrón.
Gente en la calle, la que tiene poco apuro, la que puede perder el tiempo mirando el cielo.
Miles de ojos miran a B-San…
Miles de ojos que están recibiendo las últimas gotas de luz.
Un destello vivísimo. Iluminando el cielo todo.
Miles de ojos, ya ciegos.
El destello sigue; un golpe de calor brutal, inconcebible.
Y enseguida un manotazo titánico que arrasa con todo.
Mamá Sato pone sobre la mesa cinco tazones con arroz y leche.Cinco tazones para sus cinco hijos; cinco hijos llenos de risa, porque Mamá Sato siempre les cuenta chistes. El desayuno es la hora más feliz para Mamá Sato. Que trabaja en una fábrica.
El resplandor en la ventana, bañando la habitación con luz crudísima, insoportable.
-¡Un relámpago! –grita, alborotado uno de los chicos.
-¡No puede ser! –grita otro-. ¡Si no hay tormenta!Se abalanzan hacia la ventana, para ver, pero no llegan. Una fuerza irresistible los arrebata. Mamá Sato se siente proyectada a través de la pared, queda aturdida, apretada por vigas y tablas. Queda aturdida, pero un grito la hace reaccionar.
-¡Mamá! –Es la vocecita de Tono, el menor.
Enloquecida, mamá Sato se desembaraza de las tablas. Una viga le ha herido la pierna, pero no hace caso; se sigue debatiendo. Por fin, ya está libre.
No ve a los hijos. Sólo escombros.
-¡Mamá! –Tono debe de estar allí, bajo ese tabique roto.
Humo. Olor a madera quemada.¡Fuego!
Mamá Sato trabaja frenética. Los carbones encendidos de la cocina se han desparramado, han encendido el papel, las astilla; ya las llamas crepitan; ya asoman las lenguas rojizas.
La manito de Tono asoma entre las tablas. Mamá Sato tira de ella. Por fin lo saca. Tono llora, está lastimado en la cabeza; tiene la ropa hecha jirones, pero Mamá Sato ya lo deja a un lado y sigue removiendo las tablas. De un lado llega ahora el grito desgarrado de Shima, la nena mayor; el fuego debe estar alcanzándola. Y tres metros más allá hay otro llamado, igualmente angustioso.
-¡Mamá, no doy más, mamá! –Es Saki, el tercero.¿A quién salvar primero?
Perezoso, el humo se alza en volutas por entre las tabas.
Un sollozo desgarra el pecho de Mamá Sato.
¿A quién salvar primero?
Tira de una viga; debe estar apretando a los dos.
¿Y los otros? ¿Y Moto? ¿Y Kami? Una bocanada de aire quemante la lanza hacia atrás. El fuego, avivándose de pronto, salta ya, envolviendo a todo el montón de escombros.
-¡Mamá! –No se oye nada más: sólo el rugir del incendio.
Mamá Sato, abrasadas la cara y las manos, debe retroceder.
Tono, llorando, se le prende a la falda.
Los soldados de la batería antiaérea miran hacia B-San.
El destello, y ya no ve más.
Los rostros, abrasados por el intensísimo calor, en un instante quedan convertidos en enormes llagas.Los ojos, vacíos, sólo liquido en las cuencas vacías.
Los soldados de la batería antiaérea. Dieciocho, veinte años de edad.
Nimoto se gradúa de tranvía. Acaba de tomar el turno, y aprovecha que el vehículo ya está lleno para ordenar la planilla.
Como el fogonazo de magnesio de un fotógrafo, el súbito destello ilumina todo de pronto.
Hay gritos espantosos entre los pasajeros. Nimoto toca la campanilla sin saber por qué. Súbito estruendo de vidrios rotos, como envestido de costado por un tren, el tranvía cae violentamente a un lado.
Nimoto ha perdido el sentido. Cuando vuelve en sí, apenas si oye algún gemido.
Está atrapado entre dos hierros retorcidos. El tranvía ha sido aplastado a lo largo. No hay casi sobrevivientes. Son apenas dos o tres los que gimen.
Nimoto trata de soltarse. Debe tener algo roto en la espalda. Duele mucho la cintura, las piernas no le responden casi.
El tranvía –lo que queda del tranvía- está medio sepultado bajo los restos de una casa. Pero Nimoto puede ver la calle.Ve, así, el humo.
Ve a varios heridos, semidesnudos y llagados, que pasan a la carrera. Tropiezan entre los escombros, pero pasan.
-¡Tesukete! ¡Socorro! –llama Nimoto.
Pero ninguno hace caso; pasan de largo.
Más humo, aire caliente, fragor de llamas que se vienen. Nimoto forcejea; sólo no se soltara nunca.
Más y más humo.
Es el fin.-¡Tasukete!
Una figura surge entre el humo.
La figura vacila; por fin, se acerca a Nimoto…
Ya lo ha visto.
Con una mano trata de apartar el hierro que retiene a Nimoto.
Pero nada.
-¡Usa las dos! –grita desesperado Nimoto.
Ahora puede ver bien al otro. Un golpe de viento abrió el humo.
Ahora puede verle la sonrisa débil, como de disculpa, en el rostro chamuscado. Se alza de hombros, no puede hacer nada. Se va, tiene una mano útil. La otra, quemada, es sólo una masa rojiza.
Nimoto queda solo.
-¡Tasukete!
Nadie le responde.
Muy pocos de los sobrevivientes del área céntrica recuerda haber oído la explosión. Sin embargo, los que estaban a más de 10 kilómetros dicen que fue ensordecedora. La más fuerte que oyeron jamás.
Por los escombros que llenan las calles, Manca, obrero de una fábrica de colchones, regresa a su casa. Estaba trabajando en el sótano de la fábrica cuando fue la explosión; consiguió salir, y ahora tiene una rara sensación de culpa al verse tan ileso entre tanta destrucción, entre tantos muertos y heridos.
-¡Mizu, Mizu, Agua! –suplican varias voces entre las ruinas. Pero Manaka no se detiene. Tiene prisa, mucha prisa: debe buscar a su madre, que quedó sola en casa.
Manaka sabe que hay un incendio, sabe que el fuego va para el lado de su casa. Allí está lo que fue su casa, un gran montón de vigas, tablas y mamparas.
A un lado una mujer desnuda, con el cuerpo todo rojo, ha tenido un vestido floreado y el intenso calor, concentrado en las partes oscuras, le ha estampado en el cuerpo las flores del dibujo… No se le ven los ojos en el rostro desmesuradamente hinchado.
Manaka empieza a trabajar; quizás su madre este viva todavía.
-¡Manaka! –alguien lo llama.
Pero la voz muy débil no viene de los escombros.
¡Manaka!
¿De dónde viene esa voz? Parece tan cerca.-Manaka…
El corazón de Manaka se detiene.
La mujer… Si, es ella, su madre.
Al momento de la explosión, Hiroshima tenía 250.000 habitantes. Murieron cien mil, hubo otros tantos heridos. La mayor parte de estos heridos, muchos gravísimos, quedaron sin atención. Porque de los 150 médicos que había en la ciudad, murieron cerca de la mitad; casi todos los demás resultaron heridos.
Esto fue lo que multiplicó el horror de Hiroshima.
Tantos, tantos quemados, sin atención alguna durante todo un día y una noche y otro día.Los que murieron en primer momento sufrieron poco o nada. El calvario fue para los que quedaron. Hiroshima, la ciudad de las muertes inenarrables.
-¡Vayámonos abuela… vayámonos! –la nuera, con una hija en brazos que mira indiferente el fuego, trata de apartar a la anciana.
Pero la señora Agaki no se mueve.
-Es gasolina –dijeron algunos al ver la lluvia-. Han regado la ciudad con gasolina y prendieron fuego. Así explicaban lo que no entendían, aquel fabuloso desastre causado por un solo avión.
Silenciosa procesión de heridos, buscando refugio en el río.Ninguno se queja, a pesar de las quemaduras, de las heridas que siguen sangrando.
Caras que no son caras. Manos que no son manos. Algunos caen, se dejan morir entre los escombros.
Los demás siguen, el incendio los corre.
El río.
Los salva del fuego, pero la sal del agua es una tortura más.
Cuando suba la marea el agua crecerá.
Muchos de los refugiados se ahogarán.Tres días después de Hiroshima otro puerto japonés, Nagasaki, sufría el mismo tratamiento. Nueve días después el emperador Hirohito comunicaba a su pueblo que el Japón estaba vencido. Lo cual justificó el empleo de la bomba atómica: Las bombas arrojadas sobre Hiroshima y Nagasaki habían acortado la guerra quizás varios meses y en varios millones de vidas.
Así se justifica Hiroshima. ¿Pero se justifica así el hombre?
Pobre raza de victimas, el ser humano.
Nadie es culpable.Nadie es culpable en Hiroshima. Todos fueron víctimas, aún los que lanzaron la bomba.
Nadie es culpable en Nuremberg. Todos fueron víctimas, hasta los que encendieron los hornos.
Nadie es culpable en Hungría. Todos son víctimas. Hasta los tanquistas que entraron en Budapest.Nadie es culpable, todos, todos son víctimas.
Raza de victimas, la humanidad.
Pobre patética raza de victimas, queriendo alcanzar las estrellas.
Escrito por Héctor Germán Oesterheld y publicado por primera vez en la revista Eternauta de Editorial Emilio Ramírez, en febrero de 1962. Ilustraciones por Solano López en el año 2005.